Uno de los ejemplos más interesantes de una integración de viejos motivos ético-religiosos con elementos nuevos es la poesía de Hesíodo (que floreció hacia el 700 a. C.) quien reacomoda el mundo de los dioses homéricos. Para Hesíodo, Zeus es el dios supremamente justo, que humilla a los soberbios y ensalza a los humildes y al cual se dirige para que ilumine a los jueces en su litigio con su hermano Perses, derrochador y perezoso (Los trabajos y los días son una serie de consejos del poeta a Perses). Antes bien, exhorta a su hermano a reconciliarse con él sin proceso, pues al lado de la tradicional diosa Discordia (Eris maligna) que engendra la injusticia y la contienda, hay — según Hesíodo— una “Eris benigna” que no promueve la lucha sino la emulación en el trabajo; que es la única forma positiva de contienda o competencia, el camino que con fatiga y sudor conduce al hombre hacia el bienestar.
Y el poema prosigue con una serie de consejos morales y prácticos referidos no a la heroica lucha guerrera, sino a la humilde fatiga y el esfuerzo cotidiano del campesino, el pastor e incluso el navegante. La variedad de actividades no debe sorprendernos: Hesíodo, que declara haber sido pastor antes que rapsoda, se dice hijo de un mercader originario de la Eolia, en eI Asia Menor, que más tarde se transfirió a Ascra, en Beocia.
El profundo sentido de la justicia y el derecho que anima la obra entera de Hesíodo reflejaba quizás el mundo, más progresista, de las colonias asiáticas donde estaba ya librándose en toda su plenitud la lucha por la isonomía, es decir, la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. A ello se debe el lugar prominente que en su obra principal, la Teogonía, confiere a la trinidad de las Horai u Horas, Diké (justicia o derecho), Eunomia (legalidad o buen orden) y Eirene (paz).
La Teogonía es un grandioso intento no sólo de dar orden lógico y genealógico al conjunto de las divinidades tradicionales, sino de representar con mitos poéticos el origen mismo del universo. Del Caos original surgieron primero Erebo (las profundidades de la Tierra) y la Noche, después el Éter y el Día, y luego Urano (el Cielo) y el Mar. De Urano nacieron los Titanes, uno de los cuales, Cronos, mutiló y depuso a su padre; a su vez, fue derrocado por su hijo Zeus o Júpiter quien venció a los Titanes e impuso en el mundo el orden y la justicia. A todas estas generaciones preside una fuerza primigenia, la más antigua: Eros o el Amor.
Pero la visión general de Hesíodo es en el fondo amarga y pesimista. En efecto, a esta evolución sigue, después de aparecidos los hombres, un proceso de involución o decadencia, sintetizado en el mito de las cinco edades del mundo: edad del oro, de la plata, del cobre, de los héroes y del hierro, que es la actual y peor. Adviértase cómo en el proceso de progresiva decadencia se inserta, de modo un tanto singular, la edad de los héroes, es decir el paréntesis del epos cantado por los rapsodas que él, rapsoda popular, no puede renegar, y que antes bien le sirve como contraste para subrayar la desolación de la desdichada edad férrea que le siguió inmediatamente. Hesíodo no sueña tampoco predestinados y fáciles retornos al feliz origen; en el grandioso orden cósmico imaginado por él, la obra humilde del hombre, que es contienda y dolor, podrá no hallarse destinada a un éxito evidente, pero no por ello deja de tener una gran dignidad.
En la misma medida en que Hesíodo puede considerarse, en cierto modo, un típico poeta democrático, su conterráneo —bastante posterior— Píndaro, se nos muestra como un poeta típicamente aristocrático. Este último (nativo de Tebas, en Beocia, floreció en la segunda mitad del siglo V a. C.) canta en sus célebres Epinicios (himnos “después de la victoria”) la gloria de los vencedores en los juegos panhelénicos, o sea aquellos concursos atléticos que representaban uno de los más importantes elementos de unión entre los griegos. A más de los Juegos Olímpicos, considerados a tal punto importantes que servían como punto de referencia para el cómputo de los años, eran famosos también los Délficos, los Ístmicos y los Nemeos.
Ya en Homero (véase § 6) encontramos asociados el valor atlético y la práctica desinteresada de los deportes a la “areté” aristocrática; en la época de Píndaro, la misma de las guerras contra los persas, el atletismo es todavía casi un monopolio de la aristocracia (por razones de tradición y económicas), mientras que han dejado de serlo la guerra y la política. Por consiguiente, el poeta considera las victorias deportivas como la mejor de las ocasiones para exaltar con religiosa solemnidad la “virtud” del atleta en cuanto reafirmación de una antigua nobleza de estirpe, que se remonta a un mítico origen divino.
La “areté” aristocrática podrá permanecer latente durante una o dos generaciones, pero al final se revela siempre: “el que es de buena cepa nunca se desmiente”, tal parece ser el núcleo del pensamiento conservador de este poeta, quien, sin embargo, le inyecta tanto entusiasmo y lo reviste de tantos esplendores y ecos míticos y épicos (“vuelos pindáricos”), que lo convierten en fuente de inspiración de excelsa poesía.
¿Qué decir de las pretenciones de las nuevas clases sociales (que llamaremos “burguesas”) que querrían apropiarse los valores de la vieja aristocracia, es decir, “aprender” la virtud? ¿Acaso la virtud se puede enseñar? He aquí la respuesta de Píndaro:
La gloria sólo tiene su pleno valor (areté, “virtud”)cuando es innata. Quien sólo poseelo que ha aprendido, es hombre oscuro e indeciso,jamás avanza con pie certero. Sólo cata con inmaturo espíritu mil cosas altas.
Como poeta, no tuvo Píndaro ni imitadores ni secuaces, entre otras razones porque la importancia de los juegos panhelénicos declinó rápidamente hasta que acabaron por ser dominio de atletas profesionales provenientes de las regiones más incultas de Grecia. Pero el problema que Píndaro formula (si es posible enseñar la virtud) será vuelto a plantear por Sócrates y la respuesta que apunta en Píndaro encontrará una grandiosa sistematización racional en la República de Platón.
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